sabato 31 maggio 2008

Treinta años


"A los veinte años se lee como se vive: añadiendo unidades nuevas a nuestro cúmulo de ideas y pasiones. Mas ya a los treinta años sospechamos que no es lo decisivo el número bruto de unidades, sino la proporción entre el deber y el haber. Nuestro espíritu se recoge sobre sí mismo y con la frialdad de un contable se pone a hacer el balance de la vida. El cálculo ni puede ni tiene que ser científico. Con ser la ciencia cosa grave y seria, lo es mucho más este asunto. Se trata de un negocio sentimental que ha de solventarse por medio de íntimas ponderaciones.

Es inevitable: hacia los treinta años, en medio de los fuegos juveniles que perduran, aparece la primera línea de nieve y congelación sobre las cimas de nuestra alma. Llegan a nuestra experiencia las primeras noticias directas del frío moral. Un frío que no viene de afuera, sino que nace de lo más íntimo y desde allí envía al resto del espíritu un efecto extraño que más que nada se parece a la impresión producida por una mirada quieta y fija sobre nosotros. No es aún tristeza, ni es amargura, ni es melancolía lo que suscitan los treinta años: es más bien un imperativo de verdad y una como repugnancia hacia lo fantasmagórico.

Por esto es la edad en que dejamos de ser lo que nos han enseñado, lo que hemos recibido en la familia, en la escuela, en el lugar común de nuestra sociedad. Nuestra voluntad gira en redondo. Hasta entonces habíamos querido ser lo que creíamos mejor: el héroe que la historia ensalza, el personaje romántico que la novela idealiza, el justo que la moral recibida nos pone como norma. Ahora, de pronto, sin dejar de creer que esas cosas son tal vez las mejores, empezamos a querer ser nosotros mismos, a veces con plena conciencia de nuestros radicales defectos. Queremos ser, ante todo, la verdad de lo que somos y muy especialmente nos resolvemos a poner bien en claro qué es lo que sentimos del mundo.

Rompiendo entonces sin conmiseración la costra de opiniones y pensamiento recibidos, interpelamos a cierto fondo insobornable que hay en nosotros. Insobornable no sólo para el dinero o el halago, sino hasta para la ética, la ciencia y la razón. La misma convicción científica –esa aquiescencia que automáticamente produce en la periferia de nuestra personalidad el vigor de una prueba, de un razonamiento claro- toma un cariz superficial si se la compara con las afirmaciones y negaciones que inexorablemente ejecuta ese fondo sustancial.

Y en todo hombre o mujer que encontramos, en todo libro que leemos sólo nos interesa conocer cuál sea el resultado de su balance vital. Si no lo han hecho –como suele ocurrir, podrá la conveniencia social llevarnos a fingirles respeto, pero nuestra recóndita estimación se retira de ellos. Quien no se ha puesto a sí mismo en claro frente a estas cuestiones últimas, quien no ha tomado una actitud definida ante ellas, no nos interesa."

Ortega y Gasset, José; El Espectador I; Madrid; El Arquero; 1975; p.108
De nuevo gracias a Pablo

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